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Los sueños de la casa de la bruja, de H.P. Lovecraft (página 2)



Partes: 1, 2

Pero ahora sus oídos hipersensibles captaron algo a sus espaldas, y Gilman volvió la cabeza y miró a través de la horizontal terraza. Vio cinco figuras que se acercaban silenciosamente, aunque sus Movimientos no eran furtivos; dos de ellas eran la vieja y el animalejo peludo y de afilados colmillos. Las otras tres fueron las que le redujeron a la inconsciencia, pues eran representaciones vivas, de unos ocho pies de altura, de las equinodérmicas figuras de la balaustrada, que avanzaban valiéndose de las vibraciones de los brazos inferiores de estrella de mar que agitaban como una araña mueve las patas…

Gilman despertó en la cama, empapado de sudor frío v con una sensación de escozor en la cara, manos y pies. Saltando al suelo, se lavó y vistió con frenética rapidez, como si le fuera indispensable salir de la casa lo antes posible. No sabía adónde quería ir, pero comprendió que tendría que sacrificar las clases otra vez. La extraña atracción hacia aquel punto situado entre la Hidra y el Navío Argo había disminuido, pero otra fuerza todavía más potente la había reemplazado. Ahora notaba que tenía que dirigirse hacia el norte, infinitamente al norte. Sintió miedo de cruzar el puente desde el cual se veía el islote en medio del río Miskatonic, de modo que se dirigió al puente de la avenida Peabody. Tropezaba a menudo, pues ojos y oídos permanecían encadenados a un altísimo punto del vacío cielo azul.

Después de una hora aproximadamente, consiguió un mayor dominio de sí mismo y vio que se había alejado mucho de la ciudad. Todo cuanto le rodeaba tenía la estéril tristeza de las salinas, y el estrecho camino que se alejaba delante de él conducía a Innsmouth, esa antigua ciudad abandonada que la gente de Arkham estaba, curiosamente poco dispuesta a visitar. Aunque la atracción hacia el norte no había disminuido, la resistió como había aguantado la otra y finalmente acabó por descubrir que casi podía contrarrestarlas una con otra. Regresó a la ciudad y, luego de tomar una taza de café en un bar, se arrastró hacia la biblioteca pública y allí estuvo hojeando distraídamente una serie de revistas amenas. Unos amigos observaron lo quemado que estaba por el sol, pero Gilman no les habló de su paseo. A las tres almorzó algo en un restaurante y observó que la atracción o se había atenuado o se había dividido. Se metió en un cine barato para matar el tiempo, y vio la misma película una y otra vez sin prestarle atención.

A eso de las nueve de la noche volvió a casa y entró en ella lentamente. Joe Mazurewicz estaba allí mascullando oraciones y Gilman subió apresuradamente a su buhardilla sin detenerse para ver si Elwood estaba en casa. Fue al encender la débil luz cuando le atenazó la sorpresa. Vio inmediatamente que sobre la mesa había algo que no debía estar allí, y una segunda ojeada no dejó lugar a dudas. Tumbada sobre un costado, pues no podía tenerse en pie, estaba la exótica y erizada figura que en el monstruoso sueño había arrancado de la fantástica balaustrada. No le faltaba ningún detalle. El asomado centro en forma de barril, los delgados brazos radiados, los abultamientos en los dos extremos y los delgados brazos de estrella de mar, ligeramente curvados hacia afuera, que salían de aquellos abultamientos; todo estaba allí. A la luz de la bombilla, el color parecía ser una especie de gris iridiscente veteado de verde; y Gilman pudo ver, en medio de su horror y de su asombro, que uno de los abultamientos acababa en un borde irregular y roto correspondiente al anterior punto de unión con la soñada balaustrada.

Tan sólo el estar próximo al estupor le impidió gritar. Aquella fusión de sueño y realidad resultaba imposible de soportar. Aturdido, tomó el objeto bajó tambaleándose a la habitación de Dombrowski, el casero. Las dolientes plegarias del supersticioso Mazurewicz se oían todavía en los humedos pasillos, pero a Gilman ya le tenían sin cuidado. Dombrowski estaba en casa y le acogió amablemente. No. no había visto nunca aquel objeto y nada sabía acerca de ello. Pero su mujer le había dicho que había encontrado una cosa rara de latón en una de las camas cuando limpiaba a mediodía, y tal vez fuera aquello. Dombrowski llamó a su mujer y ella entró contoneándose como un pato. Sí, era aquello. Lo había encontrado en la cama del señor, en la parte más cercana a la pared. Le había parecido raro, pero, claro, el señor tenía tantas cosas raras en la habitación, libros, objetos curiosos, cuadros… Desde luego, ella no sabía nada acerca de aquella figura.

De modo que Gilman volvió a subir las escaleras más desconcertado que nunca, convencido de que estaba todavía soñando o de que su sonambulismo le había llevado a extremos inconcebibles y a robar en lugares desconocidos. ¿En dónde habría cogido aquel extraño objeto? No recordaba haberío visto en ningún museo de Arkham. Claro que de algún sitio había tenido que salir; y el verlo mientras lo cogía en sueños debía haber provocado la escena de la terraza con la balaustrada. Al día siguiente haría algunas cautelosas indagaciones, e iría a consultar al especialista en enfermedades nerviosas.

En tanto, trataría de vigilar su sonambulismo. Al subir al piso de arriba y cruzar el pasillo de la buhardilla, esparció en el suelo algo de harina que había pedido prestada al casero después de explicarle francamente para qué la quería. Entró en su cuarto, puso el aguzado objeto sobre la mesa .se echó en la cama, completamente agotado mental v físicamente, sin detenerse para desnudarse. Desde el hermético desván le llegó el apagado rumor de uñas y pasos de patas, diminutas, pero se encontraba demasiado cansado para preocuparse por ello. Aquella misteriosa atracción hacia el norte comenzaba de nuevo a ser fuerte, aunque ahora parecía proceder de un lugar del cielo mucho más cercano.

A la cegadora luz violeta del sueño, la vieja y el pequeño ser peludo de afilados colmillos se presentaron de nuevo, con mayor claridad que en ninguna ocasión anterior. Esta vez llegaron hasta él, y Gilman sintió que las secas garras de la bruja le agarraban. Sintió también que le sacaban violentamente de la cama y le conducían al vacío espacio, y durante un momento oyó los rítmicos rugidos y vio el amorfo crepúsculo de los abismos difusos que hervían a su alrededor. Pero el momento fue fugaz, pues inmediatamente se encontró en un pequeño y descuidado recinto limitado por vigas y tablones sin cepillar que se elevaban para juntarse en ángulo por encima de él y formaban un curioso declive bajo sus pies. En el suelo había cajones achatados colmados de libros muy antiguos en diversos estados de conservación, y en el centro había una mesa y un banco, al parecer sujetos al suelo. Encima de los cajones había una serie de pequeños objetos de forma y uso desconocidos, y a la brillante luz violeta Gilman creyó ver un duplicado de la erizada figura que tanto le había intrigado. A la izquierda, el suelo bajaba bruscamente dejando un hueco negro y triangular del cual surgió, tras un segundo de secos ruidos, el odioso ser peludo de amarillentos colmillos y barbado rostro humano.

La bruja, con una horrible mueca, todavía le tenía agarrado, y al otro lado de la mesa estaba en pie una figura que Gilman no había visto nunca, un hombre alto y enjuto de piel negrísima, aunque sin el menor rasgo negroide en sus facciones, completamente desprovisto de pelo o barba, y que COMO única indumentaria llevaba una túnica informe de pesada tela negra. No se le veían los pies a causa de la mesa y el banco, pero debía de ir calzado, pues cuando se movía se oía ruido como de zapatos. No hablaba, ni había expresión alguna en su rostro.

Unicamente señaló un libro de prodigioso tamaño que esttaba abierto sobre la mesa en tanto que la bruja le ponía a Gilman en la mano derecha una inmensa pluma de ave color gris. Se respiraba un clima de miedo aterrador, y se llegó a la culminación cuando el ser peludo trepó hasta el hombro de Gilrnan agarrándose a sus ropas, descendió por su brazo izquierdo y finalmente le hundió los colmillos en la muñeca justo por debajo del puño de la camisa. Cuando brotó la sangre, Gilman se desmayó.

Se despertó el día 22 con la muñeca izquierda dolorida y vio que el puño de la camisa estaba manchado de sangre seca. Sus recuerdos eran muy confusos, pero la escena del hombre negro en el espacio desconocido permanecía muy clara en su memoria. Supuso que las ratas le habían mordido mientras dormía, provocando el desenlace del terrible sueño. Abrió la puerta y vio que la harina que había esparcido sobre el suelo del pasillo estaba intacta, exceptuando las enormes pisadas del hombre que se hospedaba en el otro extremo de la buhardilla. De modo que esta vez no había andado en sueños. Pero algo tenía que hacer para acabar con las ratas. Hablaría con el dueño. Una vez más trató de tapar el agujero de la parte baja de la pared inclinada metiendo a presión una vela que parecía tener el tamaño indicado. Le zumbaban los oídos terriblemente, como con el eco de algún espantoso ruido percibido en sueños.

Mientras se bañaba y mudaba de ropa, trató de recordar qué había soñado después de la escena que vio en el espacio iluminado de violeta, pero en su mente no cristalizó nada concreto. La escena debía haber correspondido al desván clausurado de arriba, que tan violentamente había comenzado a obsesionarle, pero las impresiones posteriores eran débiles y confusas. Percibió señales de vagos abismos envueltos en una luz crepuscular, y de otros aún más vastos y oscuros que quedaban más allá, abismos sin ninguna sugerencia fija. Le habían llevado hasta allí los grupos de burbujas y el pequeño poliedro que siempre se le escapaba; pero ellos, como él mismo, se habían transformado en jirones de niebla en aquel vacío ulterior de oscuridad definitiva. Algo le había precedido, un jirón mayor que a veces se condensaba y adquiría una forma vaga, y Gilman pensó que su avance no se había producido en línea recta, sino más bien a lo largo de las curvas.y espirales de alguna vorágine etérea que obedecía a leyes desconocidas para la física y las matemáticas de cualquier cosmos concebible. Finalmente, hubo una insinuación de inmensas sombras que saltaban, de una monstruosa pulsación semiacústica y del monótono sonido de flautas invisibles; pero nada más. Gilman llegó a la conclusión de que esto último procedía de lo que había leído en el Necronomicón acerca de la insensata entidad, Azatoth, que impera sobre el tiempo y el espacio desde un negro trono en el centro del Caos.

Cuando se lavó la sangre de la muñeca, comprobó que la herida era muy leve y Gilman sintió curiosidad por la posición de los dos diminutos pinchazos. Se dio cuenta que no había sangre en la sábana donde había estado acostado, un hecho muv raro considerando la gran cantidad que manchaba su piel v el puño de la camisa. ¿Habría estado caminando dormido por la habitación y la rata le había mordido mientras estaba sentado en una silla, o detenido en alguna posición menos lógica? Examinó todos los rincones buscando manchas de sangre, pero no encontró ninguna. Pensó que tendría que esparcir harina en la habitación además de hacerlo en el pasillo, aunque, después de todo, no necesitaba más pruebas de su sonambulismo. Sabía que caminaba dormido, y debía curarse de ello. Tendría que pedirle a Frank Elwood que le ayudara. Aquella mañana, los extraños impulsos procedentes del espacio parecían menos fuertes, describir lo que escuchó, su voz se convirtió en un susurro inaudible.

Elwood no podía imaginar qué había impulsado a los supersticiosos a murmurar, pero suponía que sus imaginaciones respondían al continuo trasnochar de Gilman, a su sonambulismo y a la proximidad de la Noche de Walpurgis, tradicionalmente temida. Era evidente que Gilman hablaba dormido y al escuchar por el ojo de la cerradura, Desrochers había imaginado lo de la luz violácea. Esas gentes ignorantes estaban siempre dispuestas a suponer que habían visto cualquier cosa extraña de la que hubieran oído hablar. En cuanto a un plan de acción, lo mejor sería que Gilman se trasladara a la habitación de Elwood y evitara dormir solo. Si empezaba a hablar o se levantaba dormido, Elwood le despertaría, si es que él estaba despierto. Además, debía ver a un psiquiatra con urgencia. En tanto llevarían la figura a varios museos y a ciertos profesores para tratar de identificarla diciendo que la habían encontrado en un montón de escombros. Y Dombrowski tendría que poner veneno para acabar con aquellas ratas.

Reconfortado por la compañía de Elwood, Gilman asistió a clase aquel día. Continuaban acosándole extraños impulsos, pero consiguió vencerlos con considerable éxito. Durante un descanso mostró la extraña figura a varios profesores que se mostraron profundamente interesados, aunque ninguno de ellos pudo arrojar ninguna luz sobre su naturaleza u origen. Aquella noche durmió en un diván que Elwood le pidió al patrón que subiera a la segunda planta, y por primera vez en varias semanas durmió completamente libre de pesadillas. Pero continuaba teniendo algo de fiebre, y los rezos de Mazurewicz seguían molestándole.

En los días sucesivos, Gilman se vio casi totalmente libre de síntomas morbosos. Elwood le dijo que no había manifestado ninguna tendencia a hablar o a levantarse dormido;

en tanto, el patrón estaba poniendo veneno contra las ratas por todas partes. El único elemento perturbador era la charla de los supersticiosos extranjeros, cuya imaginación se encontraba muy excitada. Mazurewicz insistía en que debía conseguir un crucifijo, y finalmente le obligó a aceptar uno que había sido bendecido por el buen padre lwanicki. También Desrochers tuvo algo que decir; insistió en que había oído pasos cautelosos en el cuarto vacío que quedaba encima del suyo las primeras noches que Gilman se había ausentado de él. Paul Choynski creía oír ruidos en los pasillos y escaleras por la noche, y aseguró que alguien había tratado de abrir suavemente la puerta de su habitación, en tanto que Mrs. Dombrowski juraba que había visto a Brown jenkin por primera vez desde la noche de Todos los Santos. Pero estos ingenuos informes poco significaban y Gilman dejó el barato crucifijo de metal colgando del tirador de un cajón de la cómoda de su amigo.

Durante tres días Gilman y Elwood recorrieron los museos locales tratando de identificar la extraña imagen erizada, pero siempre sin éxito. Sin embargo, el interés que provocaba era enorme, pues constituía un tremendo desafío para la curiosidad científica la completa extrañeza del objeto. Uno de los pequeños brazos radiados se rompió; lo sometieron a análisis químico, y el profesor Ellery encontró platino, hierro y telurio en la aleación, pero mezclados con ellos había al menos otros tres elementos de elevado peso atómico que la química era incapaz de clasificar. No solamente no correspondían a ningún elemento conocido, sino que ni siquiera encajaban en los lugares reservados para probables elementos en el sistema periódico. El misterio sigue hoy sin resolver, aunque la figura está expuesta en el museo de la Universidad Miskatónica.

En la mañana del 27 de abril apareció un nuevo agujero hecho por las ratas en la habitación en que se hospedaba aunque les reemplazó otra sensación todavía más inexplicable. Era un vago e insistente impulso de escapar de su actual estado, sin ninguna sugerencia de la dirección concreta en que deseaba huir. Cuando cogió la extraña figura que tenía sobre la mesa, le pareció que la antigua atracción del norte se hacía más intensa, pero, aun así, ésta quedaba dominada por la nueva y asombrosa necesidad.

Llevó la erizada imagen a la habitación de Elwood, tratando de no escuchar las dolientes plegarias del reparador de telares, que subían desde la planta baja. Elwood estaba allí, gracias a Dios, y al parecer se movía por su cuarto. Tenían tiempo para charlar un rato antes de salir para desayunar e ir al Colegio, y Gilman le contó apresuradamente sus recientes sueños y temores. Su amigo se mostró muy comprensivo y estuvo de acuerdo en que había que hacer algo. Le impresionó el aspecto enfermizo que presentaba su compañero y notó que estaba muy quemado por el sol, como otros lo habían notado la semana anterior. Sin embargo, no fue mucho lo que pudo decirle. No había visto a Gilman andar en sueños, y no tenía la menor idea de lo que podía ser la curiosa imagen. Pero había oído al canadiense francés que se hospedaba debajo de Gilman conversando con Mazurewicz una noche. Hablaban del temor que les inspiraba la próxima Noche de Walpurgis, para la que sólo faltaban pocos días, e intercambiaban comentarios compasivos sobre el pobre y predestinado Gilman. Desrochers se había referido a los pasos nocturnos de pies calzados y descalzos que resonaban en el techo de su cuarto, que quedaba debajo del de Gilman, y a la luz violácea que había visto una noche en que se había decidido a subir para fisgar a través del ojo de la cerradura de la puerta de Gilman. Pero, según dijo a Mazurewicz, no se había atrevido a mirar cuando había percibido aquella luz por las rendijas de la puerta. También había oído hablar en voz baja, pero cuando empezó a describir lo que escuchó, su voz se convirtió en un susurro inaudible.

Elwood no podía imaginar qué había impulsado a los supersticiosos a murmurar, pero suponía que sus imaginaciones respondían al continuo trasnochar de Gilman, a su sonambulismo y a la proximidad de la Noche de Walpurgis, tradicionalmente temida. Era evidente que Gilman hablaba dormido y al escuchar por el ojo de la cerradura, Desrochers había imaginado lo de la luz violácea. Esas gentes ignorantes estaban siempre dispuestas a suponer que habían visto cualquier cosa extraña de la que hubieran oído hablar. En cuanto a un plan de acción, lo mejor sería que Gilman se trasladara a la habitación de Elwood y evitara dormir solo. Si empezaba a hablar o se levantaba dormido, Elwood le despertaría, si es que él estaba despierto. Además, debía ver a un psiquiatra con urgencia. En tanto llevarían la figura a varios museos y a ciertos profesores para tratar de identificarla diciendo que la habían encontrado en un montón de escombros. Y Dombrowski tendría que poner veneno para acabar con aquellas ratas.

Reconfortado por la compañía de Elwood, Gilman asistió a clase aquel día. Continuaban acosándole extraños impulsos, pero consiguió vencerlos con considerable éxito. Durante un descanso mostró la extraña figura a varios profesores que se mostraron profundamente interesados, aunque ninguno de ellos pudo arrojar ninguna luz sobre su naturaleza u origen. Aquella noche durmió en un diván que Elwood le pidió al patrón que subiera a la segunda planta, y por primera vez en varias semanas durmió completamente libre de pesadillas. Pero continuaba teniendo algo de fiebre, y los rezos de Mazurewicz seguían molestándole.

En los días sucesivos, Gilman se vio casi totalmente libre de síntomas morbosos. Elwood le dijo que no había manifestado ninguna tendencia a hablar o a levantarse dormido; en tanto, el patrón estaba poniendo veneno contra las ratas por todas partes. El único elemento perturbador era la charla de los supersticiosos extranjeros, cuya imaginación se encontraba muy excitada. Mazurewicz insistía en que debía conseguir un crucifijo, y finalmente le obligó a aceptar uno que había sido bendecido por el buen padre lwanicki. También Desrochers tuvo algo que decir; insistió en que había oído pasos cautelosos en el cuarto vacío que quedaba encima del suyo las primeras noches que Gilman se había ausentado de él. Paul Choynski creía oír ruidos en los pasillos y escaleras por la noche, y aseguró que alguien había tratado de abrir suavemente la puerta de su habitación, en tanto que Mrs. Dombrowski juraba que había visto a Brown jenkin por primera vez desde la noche de Todos los Santos. Pero estos ingenuos informes poco significaban y Gilman dejó el barato crucifijo de metal colgando del tirador de un cajón de la cómoda de su amigo.

Durante tres días Gilman y Elwood recorrieron los museos locales tratando de identificar la extraña imagen erizada, pero siempre sin éxito. Sin embargo, el interés que provocaba era enorme, pues constituía un tremendo desafío para la curiosidad científica la completa extrañeza del objeto. Uno de los pequeños brazos radiados se rompió; lo sometieron a análisis químico, y el profesor Ellery encontró platino, hierro y telurio en la aleación, pero mezclados con ellos había al menos otros tres elementos de elevado peso atómico que la química era incapaz de clasificar. No solamente no correspondían a ningún elemento conocido, sino que ni siquiera encajaban en los lugares reservados para probables elementos en el sistema periódico. El misterio sigue hoy sin resolver, aunque la figura está expuesta en el museo de la Universidad Miskatónica.

En la mañana del 27 de abril apareció un nuevo agujero hecho por las ratas en la habitación en que se hospedaba Gilman, pero Dombrowski lo tapó durante el día. El veneno no estaba produciendo mucho efecto, pues se continuaban oyendo carreras y rasgueos en el interior de las paredes.

Elwood volvió tarde aquella noche y Gilman se quedó levantado esperándole. No quería dormir solo en una habitación, especialmente porque al atardecer le había parecido ver a la repulsiva vieja cuya imagen se había trasladado de manera tan horrible a sus sueños. Se preguntó quién sería y qué habría estado cerca de ella golpeando una lata en un montón de basura que había a la entrada de un patio miserable. La bruja pareció verle y dedicarle una maliciosa mueca, aunque esto quizá fue cosa de su imaginación.

Al día siguiente, los dos muchachos estaban muy cansados y comprendieron que dormirían como troncos cuando llegara la noche. Por la tarde hablaron de los estudios matemáticos que tan completa y quizá perjudicialmente habían absorbido a Gilman, y especularon acerca de su conexión con la antigua magia y con el folklore, cosa que parecía oscuramente probable. Hablaron de la bruja Keziah Mason, y Elwood convino en que Gilman tenía buenas razones científicas para pensar que la vieja podía haber tropezado casualmente con conocimientos extraños e importantes. Los cultos secretos a que se entregaban estas hechiceras guardaban y transmitían frecuentemente secretos sorprendentes desde antiguas,,, olvidadas épocas; y no era de ninguna manera imposible que Kezhiah hubiera dominado el arte de atravesar los muros dimensionales. La tradición subraya la inutilidad de las barreras materiales para detener los movimientos de una bruja, y ¿quién puede decir qué hay en el fondo de las antiguas leyendas que hablan de viajes a lomos de una escoba a través de la noche?

Faltaba por ver si un estudiante moderno podía adquirir poderes similares tan sólo mediante investigaciones matemáticas. Conseguirlo, según Gilman, podía conducir a situaciones peligrosas e inconcebibles, pues ¿quién podría predecir las condiciones imperantes en una dimensión adyacente pero normalmente inalcanzable? Por otra parte, las posibilidades pintorescas eran enormes. El tiempo podía no existir en ciertas franjas del espacio, y al entrar y permanecer en ellas se podría conservar la vida y la edad indefinidamente, sin padecer jamás metabolismo o deterioro orgánico, excepto en cantidades insignificantes y como resultado de las visitas al propio planeta o a otros similares. Por ejemplo, se podría pasar a una dimensión sin tiempo y volver de ella tan joven como antes en un período remoto de la historia de la Tierra.

Resultaba imposible conjeturar si alguien había intentado conseguirlo. Las leyendas son vagas y ambiguas, y en épocas históricas todas las tentativas de cruzar espacios prohibidos parecen estar mezcladas a extrañas y terribles alianzas con seres y mensajeros del exterior. Existía la figura inmemorial del delegado o mensajero de poderes ocultos y terribles, el «Hombre Negro» de los aquelarres y el «Niarlathotep» del Necronomicón. Existía también el desconcertante problema de los mensajeros inferiores o intermediarios, esos seres semianimales y extraños híbridos que la leyenda nos presenta como familiares de las hechiceras. Cuando Gilman y Elwood se fueron a acostar, demasiado cansados para continuar hablando, oyeron a Joe Mazurewicz entrar tambaleándose en la casa, medio borracho, y se estremecieron al oír los tonos angustiados de sus plegarias.

Aquella noche Gilman volvió a ver la luz violeta. Oyó en sueños rascar y mordisquear al otro lado de la pared, y le pareció que alguien trataba torpemente de abrir la puerta. Y entonces vio a la bruja y al pequeño ser peludo avanzando hacia él por la alfombra. El rostro de la hechicera estaba iluminado por una inhumana exultación y el pequeño monstruo de colmillos amarillentos dejaba oír su apagada risita burlona mientras señalaba la forma de Elwood, profundamente dormido en el diván del extremo opuesto de la habitación. El temor le paralizó y le impidió gritar. Como en otra ocasión, la horrenda bruja agarró a Gilman por los hombros, lo sacó de la cama de un tirón y lo dejó flotando. De nuevo, una infinidad de abismos rugientes pasaron ante él como un rayo, pero al cabo de unos instantes le pareció encontrarse en un callejón oscuro, fangoso, desconocido y hediondo con paredes de casas viejas y medio podridas alzándose en torno suyo por todos lados.

Delante de él estaba el hombre negro de flotantes vestiduras que había visto en el espacio poblado de picos de su otro sueño, en tanto que la hechicera, más cerca de él, le hacía señales y muecas imperiosas para que se acercara. Brown jenkin se estaba restregando con una especie de cariño juguetón contra los tobillos del hombre negro ocultos en gran parte por el barro. A la derecha había una puerta abierta que el hombre negro señaló silenciosamente. La bruja echó a andar sin que se borrase su mueca, arrastrando a Gilman por las mangas del pijama. Subieron una escalera que crujía amenazadoramente y sobre la cual la hechicera parecía proyectar una tenue luz violácea, y finalmente se detuvieron ante una puerta que se abría en un rellano. La hechicera anduvo en el picaporte y abrió la puerta, indicando a Gilman que aguardara v desapareciendo en el interior.

El oído hipe"rsensible del muchacho captó un espeluznante grito ahogado, y pasados unos momentos, la bruja salió de la habitación llevando una pequeña forma inerte que tendió a Gilman como ordenándole que lo cogiera. La vista de este bulto y la expresión de su rostro rompieron el encanto. Aún demasiado aturdido para gritar, se precipitó imprudentemente por la ruidosa escalera hasta llegar al barro de la calle, deteniéndose sólo cuando le encontró y le sofocó el hombre negro que allí aguardaba. Poco antes de perder el sentido, oyó la aguda risita del pequeño monstruo de afilados colmillos, semejante a una rata deforme.

La mañana del día 29, Gilman se despertó sumido en una vorágine de horror. En el mismo instante en que abrió los ojos se dio cuenta de que algo horrible había ocurrido, pues se encontraba en su vieja buhardilla de paredes y techo inclinados, tendido sobre la cama deshecha. Le dolía el cuello inexplicablemente, y cuando con un gran esfuerzo se sentó en la cama, vio con espanto que tenía los pies y la parte baja del pijama manchados de barro seco. A pesar de lo nebuloso de sus recuerdos, supo que había estado andando dormido. Elwood debía haber estado demasiado profundamente dormido para oírle y detenerle. Vio sobre el suelo confusas pisadas y manchas de barro, que, curiosamente, no llegaban hasta la puerta. Cuanto más las miraba, más extrañas le parecían, pues, además de las que reconoció como suyas había unas marcas más pequeñas, casi redondas, como las que podían dejar las patas de una silla o de una mesa, con la salvedad de que la mayoría estaban partidas por la mitad. También había curiosos rastros de barro dejados por ratas que partían de un nuevo agujero de la pared y a él volvían. Un total asombro y el miedo a la locura atormentaban a Gilman cuando se encaminó hasta la puerta tambaleándose, y vio que al otro lado no había huellas. Cuanto más recordaba su horrible sueño, más terror sentía, y los lúgubres rezos de Mazurewicz dos pisos más abajo acrecentaron su desesperación. Bajó a la habitación de Elwood, le despertó y comenzó a contarle lo sucedido, pero Elwood no podía imaginar lo que había ocurrido. ¿Dónde podía haber estado Gilman? ¿Cómo había regresado a su cuarto sin dejar huellas en el pasillo? ¿Cómo se habían mezclado las manchas de barro con aspecto de huellas de muebles con las suyas en la buhardilla? Eran preguntas que no tenían respuesta. Luego estaban aquellas oscuras marcas lívidas del cuello, como si hubiera tratado de ahorcarse. Se las tocó con las manos, pero vio que no se ajustaban a ellas ni siquiera aproximadamente. Mientras hablaban, entró Desrochers para decirle que habían oído un tremendo estrépito en el piso de arriba a altas horas de la noche. No, nadie había subido la escalera después de las doce, aunque poco antes había oído pasos apagados en la buhardilla, y también otros que bajaban cautelosamente y que habían despertado sus sospechas. Añadió que era una época del año muy mala para Arkham. Sería mejor que Gilman llevara siempre el crucifijo que Joe Mazurewicz le había dado. Ni siquiera durante el día se estaba seguro; después del amanecer se habían oído unos ruidos extraños, especialmente el grito agudo de un niño, rápidamente sofocado.

Gilman asistió a clase mecánicamente aquella mañana, pero le fue imposible concentrarse en los estudios. Se sentía poseído de un indecible temor y de una especie de expectación Y parecía estar aguardando algún golpe demoledor. A mediodía almorzó en el University Spa, y cogió un periódico del asiento de al lado mientras esperaba el postre. Pero no llegó a comerlo nunca, pues una noticia de la primera página del periódico le dejó sin fuerzas y con la mirada desvariada y sólo fue capaz de pagar la cuenta y volver a la habitación de Elwood con pasos vacilantes.

La noche anterior se había producido un extraño secuestro en Ornes Gangway; un niño de dos años, hijo de una obrera llamada Anastasia Wolejko que trabajaba en una lavandería había desaparecido sin dejar rastro. La madre, al parecer, temía tal acontecimiento desde hacía algún tiempo, pero los motivos que aducía para explicar sus temores fueron tan grotescos que nadie los tomó en serio. Dijo que había visto a Brown jenkin rondando su casa de vez en cuando desde principios de marzo, y que sabía, por sus muecas y risas, que su pequeño Ladislas estaba señalado para el sacrificio en el aquelarre de la Noche de Walpurgis. Había pedido a su vecina, Mary Czanek, que durmiera en su cuarto y tratara de proteger al niño, pero Mary no se había atrevido. No pudo recurrir a la policía, porque no creían en tales cosas. Todos los años se llevaban a algún niño de esta forma, desde que ella podía recordar. Y su amigo Pete Stowacki no había querido ayudarla, porque deseaba librarse del niño.

Pero lo que más impresionó a Gilman fueron las declaraciones de un par de trasnochadores que pasaron caminando por la entrada del callejón poco después de medianoche. Reconocieron que estaban bebidos, pero ambos aseguraron haber visto a tres personas vestidas de manera estrafalaria entrando en el callejón. Una de ellas, según dijeron, era un negro gigantesco envuelto en una túnica, la otra una vieja andrajosa y el tercero un muchacho blanco con su ropa de dormir. La vieja arrastraba al muchacho, y una rata mansa iba restregándose contra los tobillos del negro y hundiéndose en el barro de color oscuro.

Gilman permaneció sentado toda la tarde sumido en estupor, y Elwood, que ya había leído los periódicos y conjeturado ideas terribles con lo que allí se decía, así le encontró cuando llegó a casa. Esta vez no podían dudar de que algo muy grave había ocurrido y los estaba amenazando. Entre los fantasmas de las pesadillas y las realidades del mundo objetivo se estaba cristalizando una monstruosa e inconcebible relación, y solamente una intensísima vigilancia podría evitar acontecimientos todavía más horrorosos. Gilman tenía que consultar a un psiquiatra, antes o después, pero no precisamente ahora cuando todos los periódicos se ocupaban del rapto.

Lo que había sucedido era muy enigmático, y por el momento tanto Gilman como Elwood suponían en voz baja las cosas más descabelladas. ¿Acaso Gilman había conseguido inconscientemente un éxito mayor del que suponía, con sus estudios sobre el espacio y sus dimensiones? ¿Había salido realmente de nuestro entorno terrestre, para llegar a lugares no adivinados e inimaginables? ¿En dónde había estado, si es que había estado en algún sitio, aquellas noches de demoníaco extrañamiento? Los abismos en penumbra resonando con sonidos terribles, la loma verde, la terraza abrasadora, la atracción de las estrellas, el negro torbellino final, el hombre negro, el callejón embarrado y la escalera, la vieja bruja y el horror peludo de afilados colmillos, los grupos de burbujas y el pequeño poliedro, el extraño tostado de su piel, la herida de la muñeca, la imagen inexplicada, los pies manchados de barro, las señales en el cuello, las leyendas y temores de los extranjeros supersticiosos…, ¿qué significaha todo aquello? ¿Hasta qué punto podían aplicarse a un caso semejante las leyes de la cordura?

Ninguno de los dos pudo conciliar el sueño aquella noche, pero al día siguiente no fueron a clase y estuvieron dormitando durante horas. Eso fue el 30 de abril; con el crepúsculo llegaría la diabólica hora del aquelarre que todos los extranjeros y los viejos supersticiosos temían. Mazurewicz regresó a casa a las seis de la tarde con la noticia de que la gente susurraba en el molino que el aquelarre tendría lugar en el oscuro barranco al otro lado de Meadow Hill, donde se levanta la antigua piedra blanca, en un paraje extrañamente desprovisto de toda vegetación. Algunos habían informado a la policía aconsejando que buscaran allí al desaparecido niño de la Wolejko, aunque no creían que se hiciera nada. joe insistió en que el joven estudiante no dejara de llevar el crucifijo que colgaba de la cadena de níquel, y Gilman le obedeció para complacerle dejando que le pendiera por debajo de la camisa.

Avanzada la noche, los dos muchachos estaban sentados medio dormidos en sus sillas, arrullados por los rezos del mecánico de telares en el piso de abajo. Gilman escuchaba a la par que cabeceaba, y sus oídos, sobrenaturalmente agudizados, parecían esforzarse en captar algún sutil y temido murmullo casi apagado por los ruidos de la vieja casa. Recuerdos malsanos de cosas leídas en el Necronomicón y en el Libro Negro brotaron en su mente, y se encontró balanceándose ajustando los movimientos a execrables ritmos supuestamente pertenecientes a las más grotescas ceremonias del aquelarre, cuyo origen se decía se remontaba a un tiempo y a un espacio ajenos a los nuestros.

Al cabo se dio cuenta de que estaba tratando de escuchar los infernales cánticos de los celebrantes en el distante y tenebroso valle. ¿Cómo sabía él tanto acerca de la cuestión? ¿Cómo conocía la hora en que Nahab v su acólito iban a aparecer con la rebosante vasija que seguiría al gallo y a la cabra negros? Vio que Elwood se había quedado dormido y trató de llamarle para que despertara. Pero algo le cerró la garganta. No era dueño de sí mismo. ¿Acaso habría firmado en el libro del hombre negro después de todo?

Y, entonces, su febril y anormal sentido del oído captó las lejanas notas llegadas en alas del viento. A través de millas de colinas, de prados y de callejones, llegaron hasta él, y las reconoció pese a todo. La hoguera ya estaría encendida y los danzarines dispuestos a iniciar el baile. ¿Cómo evitar el marchar hacia allí? ¿En qué red había caído? Las matemáticas, las leyendas, la casa, la vieja Keziah, Brown jenkin… y ahora advirtió que había un agujero recién abierto por las ratas en la pared cerca de su diván. Por encima de los distantes cánticos y de las más cercanas preces de Mazurewicz oyó otro ruido: el sonido de algo que escarbaba furtivamente, pero con decisión, en la pared. Temió que fuera a fallar la luz eléctrica. Y entonces vio la colmilluda y barbada carita asomando por el agujero de las ratas, la maldita cara que acabó por darse cuenta de que se parecía sorprendente y burlonamente a la de la hechicera, y oyó el rumor de alguien que andaba en la puerta. Estallaron ante él los abismos oscuros y llenos de gritos, y se sintió inerme en la presa informe de las agrupaciones iridiscentes de burbujas. Ante él, corría velozmente el pequeño poliedro caleidoscópico y en todo el vacío envuelto en turbulencia se percibió un aumento y una aceleración de la vaga configuración tónica que parecía presagiar un clímax indecible e inaguantable. Le pareció saber lo que iba a ocurrir: la monstruosa explosión del ritmo de Walpurgis, en cuyo cósmico timbre se concentrarían todos los torbellinos primitivos y postreros del espacio-tiempo que yacen más allá de las masas de materia y algunas veces trascienden en medidas reverberaciones y penetran levemente todos los niveles de entidad dando un espantable significado en todos los mundos a ciertos temidos períodos.

Pero todo se desvaneció en un segundo. Ahora estaba otra vez en el espacio angosto y picudo bañado por una luz violácea, con el suelo inclinado, las cajas de libros, el banco y la mesa, los extraños objetos y el abismo triangular a cada lado. Sobre la mesa había una figura blanca y pequeña, la figura de un niño desnudo e inconsciente, y al otro lado estaba la monstruosa vieja de horrible expresión con un brillante cuchillo de grotesco mango en la mano derecha y un cuenco de metal de color claro, de extrañas proporciones, curiosos dibujos cincelados y delicadas asas laterales, en la izquierda. Entonaba alguna especie de cántico ritual en una lengua que Gilman no pudo entender, pero que parecía algo citado cautelosamente en el Necronomicón.

A medida que la escena se aclaraba, Gilman vio a la hechicera inclinarse hacia delante y extender el bol vacío a través de la mesa. Incapaz de dominar sus emociones, Gilman alargó los brazos, tomó el cuenco con ambas manos y advirtió al hacerlo que pesaba poco. En el mismo momento, el repulsivo Brown Jenkin trepó sobre el borde del triangular vacío negro de la izquierda. La bruja le hizo señas a Gilman de que mantuviera el cuenco en determinada posición, mientras ella alzaba el enorme y grotesco cuchillo hasta donde se lo permitió su mano derecha sobre la pequeña víctima. El ser peludo de afilados colmillos continuó el desconocido ritual riendo entre dientes, en tanto que la bruja mascullaba repulsivas respuestas. Gilman sintió que un profundo asco dominaba su parálisis mental y emotiva, y que el cuenco de liviano metal le temblaba en las manos. Un segundo más tarde el rápido descenso del cuchillo rompía el encantamiento y Gilman dejaba caer el cuenco con ruido semejante al tañido de una campana en tanto que sus dos manos se agitaban frenéticamente para detener el monstruoso acto.

En un instante llegó hasta el borde del piso en declive, rodeando la mesa, y arrancó el cuchillo de las garras de la bruja arrojándolo por el agujero del angosto abismo triangular. Pero, pasados unos instantes, las garras asesinas se cerraban sobre su cuello, en tanto que la arrugada cara adquiría una expresión de enloquecida furia. Sintió que la cadena del crucifijo barato se le hundía en la carne, y en medio del peligro se presentó cómo afectaría la vista del objeto a la diabólica vieja. La fuerza de la hechicera era completamente sobrehumana, pero mientras ella trataba de estrangularle, Gilman se abrió la camisa con esfuerzo y tirando del símbolo de metal, rompió la cadena y lo dejó libre.

Al ver la cruz, la bruja pareció ser víctima del pánico y aflojó su presa lo suficiente como para que Gilman pudiera zafarse de ella. Se liberó de las garras que le atenazaban el cuello y hubiera arrastrado a la bruja hasta el borde del abismo si aquellas garras no hubieran recobrado nuevas fuerzas para cerrarse de nuevo sobre su cuello. Esta vez Gilman decidió responder de igual manera y agarró la garganta de la hechicera con sus propias manos. Antes que ella pudiera darse cuenta de lo que él hacía, le rodeó el cuello con la cadena del crucifijo y un momento después apretó lo suficiente hasta cortarle la respiración. Cuando ya se agotaba la resistencia de la hechicera, Gilman notó que algo le mordía en el tobillo y vio que Brown jenkin había acudido en defensa de su amiga. Con un salvaje puntapié lanzó a aquel engendro al interior del abismo y lo oyó quejarse desde el fondo de algún lugar lejano.

No sabía si había matado a la bruja, pero la dejó sobre el suelo en donde había caído, y, al volverse, vio sobre la mesa algo que casi acabó con los últimos vestigios de su razón. Brown Jenkin, dotado de fuertes músculos y cuatro manos diminutas de demoníaca destreza, había estado ocupado mientras la bruja trataba de estrangularlo. Los esfuerzos de Gilman habían sido en vano. Lo que él había evitado que hiciera el cuchillo en el pecho de la víctima, lo habían logrado, en una muñeca, los colmillos amarillentos del peludo engendro y el cuenco que había caído al suelo, estaba lleno junto al pequeño cuerpo sin vida.

En su soñado delirio Gilman oyó el diabólico cántico del ritmo inhumano del aquelarre llegando desde una distancia infinita, y supo que el hombre negro tenía que estar allí. Los confusos recuerdos se mezclaron con la matemática, y se le antojó que su inconsciente conocía los ángulos que necesitaba para guiarse y regresar al mundo normal, solo y sin ayuda, por primera vez. Se sintió seguro de encontrarse en el desván, herméticamente cerrado desde tiempo inmemorial, de encima de su habitación, pero le parecía muy dudoso escapar a través del suelo en declive o de la trampa cerrada hacía tantos años. Además, huir de un desván soñado, ¿no le conduciría sencillamente a una casa imaginada, a una proyección anómala del lugar que realmente buscaba? Se encontraba completamente ofuscado en cuanto a la relación sueño-realidad de lo que había experimentado.

El tránsito por aquellos vagos abismos sería terrible, pues el ritmo de Walpurgis estaría vibrando, y al final tendría que oír el latido cósmico que tanto temía y que hasta ahora había estado velado. Incluso podía percibir una apagada sacudida monstruosa cuyo ritmo sospechaba demasiado claramente. En la noche del Sabbath siempre se hacía más sonora y resonaba a través de los mundos para convocar a los iniciados a ritos indescriptibles. La mitad de los cánticos de la noche del Sabbath se ajustaban al ritmo de aquel latido escuchado suavemente que ningún oído humano podría soportar en su desvelada plenitud espacial. Gilman también se preguntó si podría fiarse de sus instintos para regresar parte del espacio que le correspondía. ¿Cómo estar seguro de no aterrizar en aquella ladera de luminosidad violácea de un planeta lejano, en la terraza almenada sobre la ciudad de monstruos provistos de tentáculos, en algún lugar situado más allá de nuestra galaxia, o en las negras vorágines de ese postrer vacío de Caos, en donde reina Azatoth, el demonio-sultán desprovisto de mente?

Inmediatamente antes de lanzarse, se apagó la luz violeta y Gilman quedó en la más completa oscuridad. La bruja, la vieja Keziah, Nahab, aquello debía significar su muerte. Y mezclados con los remotos cánticos de la noche del Sabbath, y con los quejidos de Brown jenkin en el abismo inferior, le pareció oír otros gemidos más frenéticos que llegaban desde profundidades desconocidas. joe Mazurewicz, sus conjuros contra el Caos Reptante, que ahora se convertía en un aullido de triunfo, mundos de sardónica realidad que invadían los torbellinos de sueños febriles, lá, ShubNiggutah, El Macho Cabrío con el Millar de Crías…

Encontraron a Gilman en el suelo de la buhardilla de extraños rincones mucho antes de que amaneciera, pues el terrible grito había hecho acudir inmediatamente a Desrochers y a Choynski, a Dombrowski y a Mazurewicz, e incluso había despertado a Elwood, que dormía en su sillón. Estaba vivo, con los ojos abiertos y fijos, pero parecía medio inconsciente. Tenía en el cuello las señales dejadas por las manos asesinas, y una rata le había mordido en el tobillo. Tenía la ropa muy arrugada y el crucifijo de Joe había desaparecido. Elwood pensó atemorizado, rehusando imaginar la respuesta, qué nueva fórmula había adoptado el sonambulismo de su amigo. Mazurewicz estaba medio aturdido por una «señal» que decía haber recibido en respuesta a sus preces y se persignó frenéticamente cuando se oyó el chillido de una rata que llegaba desde el otro lado de la pared inclinada.

Una vez acomodado Gilman en la cama, en la habitación de Elwood, enviaron a buscar al Dr. Malkowski, un médico de la vecindad de probada discreción. Le puso éste dos inyecciones hipodérmicas que le relajaron y le sumieron en un sueño reparador. El enfermo recobró el conocimiento varias veces durante el día y narró a Elwood algunos pasajes de sus pesadillas más recientes. Fue un proceso muy penoso, y desde el principio se puso de manifiesto un hecho desconcertante.

Gilman, cuyos oídos habían mostrado últimamente una anor " mal sensibilidad, estaba completamente sordo. Volvieron a llamar al Dr. Malkowski sin tardanza y éste dijo que Gilman tenía los dos tímpanos rotos como resultado de algún estruendo superior al que cualquier ser humano pudiera concebir o soportar. Cómo había podido oír semejante ruido en las últimas horas sin que despertara todo el valle del Miskatonic, era más de lo que el honrado médico podía decir.

Elwood escribió su parte de la conversación, y así pudieron comunicarse los dos amigos. Ninguno de los dos podía explicarse aquel caótico asunto y decidieron que lo mejor que podían hacer era pensar en ello lo menos posible. Pero estuvieron de acuerdo en marcharse de aquella maldita casa lo antes posible. Los periódicos de la noche hablaron de una batida llevada a cabo por la policía poco antes del amanecer en un desfiladero de más allá de Meadow Hili, donde alborotaban unos curiosos noctámbulos, mencionando que la piedra blanca había sido objeto de supersticiones desde hacía mucho tiempo. No se habían practicado detenciones, pero entre los fugitivos que huyeron se creyó ver a un negro enorme. En otra columna se decía que no se habían encontrado rastros del niño desaparecido, Ladislas Wolejko.

El horror que coronó todo sobrevino aquella misma noche. Elwood jamás lo olvidaría, y no pudo volver a clase durante el resto del curso debido a la crisis nerviosa que sufrió como consecuencia de ello. Le pareció oír a las ratas del otro lado del tabique durante toda la velada, pero les prestó poca atención. Fue luego, mucho después de que Gilman y él se hubieran acostado, cuando comenzaron los atroces gritos. Elwood saltó de la cama, encendió la luz y se acercó hasta el sofá en que dormía su amigo. Gilman daba gritos de naturaleza realmente inhumana, como si estuviera sometido a una tortura indescriptible. Se retorcía bajo las sábanas, y una gran mancha roja empezaba a extenderse en las mantas.

Elwood apenas se atrevió a tocarle, pero, poco a poco, fueron disminuyendo los gritos y la agitación. Para entonces, Dombrowski, Choynski, Desrochers, Mazurewicz Y el huésped del piso alto se habían reunido en la puerta dé la habitación, y el casero había enviado a su mujer a telefonear al Dr. Malkowski. Un grito se les escapó a todos cuando algo que parecía una rata de gran tamaño saltó del ensangrentado lecho y huyó por el suelo hasta un nuevo agu.iero recién abierto en la pared. Cuando llegó el médico v c@ menzó a retirar las ropas de la cama, Walter Gihnan muerto.Sería una atrocidad hacer algo más que insinuar lo que causó la muerte a Gilman. Casi tenía un túnel abierto en el cuerpo, y algo le había comido el corazón. Dombrowski, desesperado porque el veneno que había esparcido contra las ratas no había surtido efecto, rescindió su contrato de alquiler y antes de que transcurriera una semana se había ido con todos sus antiguos huéspedes a una casa destartalada pero menos vieja, situada en Walnut Street. Durante algún tiempo lo peor fue mantener callado a Mazurewicz, pues el taciturno mecánico de telares jamás estaba sobrio y siempre andaba gimiendo y mascullando acerca de espectros y cosas terribles.

Parece que aquella última y espantosa noche joe se había agachado para ver de cerca las huellas rojas que había dejado la rata desde la cama de Gilman hasta el agujero de la pared. Sobre la alfombra aparecían confusas, pero había un trozo de suelo al descubierto desde el borde de la alfombra hasta el friso de la pared. Allí Mazurewicz encontró algo monstruoso, o creyó encontrarlo, pues nadie se mostró de acuerdo con él a pesar de la indudable extrañeza de las huellas. Las marcas del suelo eran muy diferentes de las dejadas habitualmente por las ratas, pero ni siquiera Choynski y Desrochers quisieron reconocer que eran como huellas de cuatro diminutas manos humanas.

Nunca se volvió a alquilar la casa. Tan pronto como la dejó Dombrowski, empezó a cubrirla el manto de la desolación definitiva, pues la gente la rehuía, tanto por su mala fama como por el pésimo olor que en ella se advertía. Tal vez el veneno contra las ratas del inquilino anterior había surtido efecto después de todo, pues al poco tiempo de su partida, la casa se convirtió en una pesadilla para la vecindad. Los funcionarios de Sanidad encontraron que el mal olor procedía de los espacios cerrados que rodeaban la buhardilla del este de la casa y dedujeron que el número de ratas muertas debía de ser enorme. Pero decidieron que no valía la pena abrir y desinfectar aquellos lugares tanto tiempo clausurados, ya que el hedor desaparecería pronto y el vecindario no era muy exigente. De hecho, siempre circularon rumores acerca de hedores inexplicables en la Casa de la Bruja inmediatamente después de la víspera del Día lo de Mayo y de la noche de Todos los Santos. Los vecinos se resignaron por desidia, pero el mal olor fue un elemento más en contra de aquel lugar. Finalmente, la casa fue declarada inhabitable por las autoridades.

Los sueños de Gilman y las circunstancias que los rodearon no han sido explicados nunca. Elwood, cuyas ideas sobre aquel episodio son a veces casi enloquecedoras, volvió a la Universidad el otoño siguiente y se graduó en el mes de junio. A su regreso notó que los comentarios habían disminuido en la ciudad, y, en efecto, pese a ciertos rumores que aún circulaban sobre risas fantasmales que resonaban en la casa desierta, rumores que duraron casi tanto tiempo como el propio edificio, no se ha vuelto a murmurar acerca de las apariciones de la vieja Keziah o de Brown Jenkin desde que Gilman murió. Fue una suerte que Elwood no se encontrara en Arkham después, aquel año en que ciertos sucesos hicieron que se reanudaran bruscamente los rumores acerca de pasados horrores. Por supuesto, oyó hablar del asunto más tarde y sufrió los indecibles tormentos de oscuras y desconcertadas conjeturas, pero peor habría sido que hubiera estado allí y hubiera visto las cosas que probablemente habría visto.

En marzo de 1931, un gran vendaval arrancó el tejado y la gran chimenea de la Casa de la Bruja, entonces ya abandonada, y muchos ladrillos, tejas cubiertas de moho, tablones medio podridos y vigas se derrumbaron sobre el desván atravesando el suelo. Todo el piso de la buhardilla quedó sembrado de escombros, pero nadie se tomó la molestia de limpiar hasta que le llegó a la casa la hora de la demolición. Esto ocurrió en diciembre y cuando se procedió a limpiar lo que había sido habitación de Gilman y se encargó esta labor a unos obreros que se mostraron aprensivos y poco deseosos de hacerla, comenzaron los rumores. Entre los escombros caídos a través del derrumbado techo inclinado, los obreros descubrieron ciertas cosas que les llevaron a interrumpir su trabajo y llamar a la policía. Ésta requirió posteriormente la presencia de un juez de primera instancia y de varios profesores de la Universidad. Había allí huesos, triturados y astillados, pero fácilmente identificables como humanos, huesos cuya evidente contemporaneidad no encajaba con la remota fecha en que tuvieron que ser introducidos en el desván de bajo techo inclinado, cerrado desde muchísimo tiempo atrás a todo ser humano. El médico forense dictaminó que algunos de los huesos correspondían a un niño pequeño, en tanto que otros, que se encontraron mezclados con jirones de tela podrida de color oscuro, pertenecían a una mujer más bien pequeña y de edad avanzada. El cuidadoso examen de los escombros permitió también encontrar gran cantidad de huesos de ratas atrapadas en el derrumbamiento, y otros huesos más antiguos roídos de tal modo por unos pequeños colmillos que fueron y son aún motivo de controversia y reflexión.

Se hallaron también trozos de libros y papeles, y un polvo amarillento consecuencia de la total desintegración de volúmenes y documentos todavía más antiguos. Todos los libros y papeles sin excepción parecían ser de magia negra en sus formas más avanzadas y espantosas, y la fecha evidentemente reciente de algunos de ellos sigue siendo un misterio tan inexplicable como la presencia allí de huesos humanos. Un misterio todavía mayor es la absoluta homogeneidad de la complicada y arcaica caligrafía encontrada en una gran diversidad de papeles cuyo estado y filigrana hacen pensar en diferencias temporales de por lo menos ciento cincuenta o doscientos años. Para algunos, el mayor misterio de todos es la variedad de objetos, completamente inexplicables, encontrados entre los escombros en diverso estado de conservación y deterioro, cuya forma, materiales, manufactura y finalidad no ha sido posible explicar. Uno de los objetos que interesó profundamente a varios profesores de la Universidad Miskatónica, es una reproducción muy estropeada y parecida a la extraña imagen que Gilman donó al museo del centro, excepto que es de gran tamaño, está tallada en una rara piedra azul en lugar de ser de metal, y tiene un pedestal de insólitos ángulos con jeroglíficos indescifrables.

Los arqueólogos y los antropólogos todavía están tratando de explicar los raros dibujos grabados sobre un cuenco aplastado, de metal ligero, cuya parte interior mostraba cuando se encontró unas sospechosas manchas de color oscuro. Los extranjeros y las crédulas comadres muestran igual asombro acerca de un moderno crucifijo de níquel con la cadena rota hallado entre los escombros y que Joe Mazurewicz identificó temblando como el que le había regalado al pobre Gilman hacía muchos años. Creen algunos que las ratas arrastraron el crucifijo hasta el desván cerrado, en tanto que otros piensan que debió quedar tirado en algún rincón del cuarto que ocupó Gilman. Y aun hay otros, entre ellos el mismo Joe, que sostienen teorías demasiado descabelladas y fantásticas para que pueda creerlas ninguna persona sensata.

Cuando se derribó la pared inclinada de la habitación de Gilman, se vio que el espacio triangular cerrado que quedaba entre el tabique y el muro norte de la casa contenía una cantidad muy inferior de escombros, incluso teniendo en cuenta su tamaño, que la propia buhardilla. Pero fue encontrado allí un horrible depósito de materiales de mayor antigüedad y que dejó a los obreros paralizados de espanto. En pocas palabras, el suelo era un verdadero osario de huesos infantiles, unos bastante recientes, mientras que otros retrocedían en infinita gradación hasta un período tan remoto que su pulverización era casi total. Sobre esa profunda capa de huesos descansaba un gran cuchillo de evidente antigüedad, de forma grotesca y exótica, y muy ornado, sobre el cual se habían acumulado los escombros.

En medio de esos desechos, embutido entre un tablón caído y un montón de ladrillos de la chimenea, había un objeto destinado a provocar en Arkham mayor perplejidad, disimulado temor y rumores supersticiosos que los que hubiera despertado cualquier otra cosa hallada en la casa maldita. Era el esqueleto, parcialmente aplastado, de una enorme rata enferma cuyas anomalías anatómicas todavía son tema de discusión y motivo de singular reticencia entre los miembros del departamento de anatomía de la Universidad. Es muy poco lo que ha trascendido acerca de ese esqueleto, pero los obreros que lo descubrieron susurran con voz autorizada acerca de los largos pelos de color castaño oscuro relacionado con él.

Los huesos de las diminutas patas, según los rumores, hacen pensar en la capacidad prensil típica de un mono diminuto más que de una rata, mientras que el pequeño cráneo con sus afilados colmillos de color amarillo es extraordinariamente anómalo y, visto desde ciertos ángulos, se asemeja a una parodia, degradada de manera monstruosa y en miniatura, de un cráneo humano. Los obreros se santiguaron aterrados cuando encontraron este blasfemo vestigio, pero luego encendieron velas de agradecimiento en la iglesia de San Estanislao porque pensaron que aquella risita aguda y fantasmal ya nunca se volveria a oír.

– POR SIEMPRE"

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